Un hombre -bastante joven y con proyectos inconclusos- atropella a un muchacho con su automóvil en una calle de Santiago.
El parte policial certifica: exceso de velocidad.
Demasiada prisa para conducir puede ser fatal, de hecho lo ha sido en este caso.
Los tiempos modernos impulsan a los habitantes de la polis a vivir rápido.
Incluso algunos predicadores nos exhortan a "redimir el tiempo", como algo natural y sano.
Nadie hace un llamado a meditar en el silencio de algún monasterio o en la oscuridad de la noche (años atrás decíamos "en la inmortalidad del cangrejo" como una broma), en especial este invierno negro y frío. Nadie podría hacerlo pues ni silencio queda con el tráfico incesante de las calles atestadas de vehículos de toda índole, y cuando digo "vehículos de toda índole" es exactamente eso. Movilizarse en estos día ha venido a ser la primera necesidad, bicis, patines, triciclos, motos, motonetas, autos, burras, citrolas, fitos, simcas del año uno, micros destartaladas o modernas, metro, etc.
De prisa vivimos en una loca carrera por llegar ¿a dónde? ¿Antes que quién?
Transitar rápido destruye la contemplación de la belleza, el deleite de sentarse a paladear un capuchino o mirar cómo llueve por entre los visillos. Para qué vamos a hablar de misticismo o detenerse a orar en algún momento indeterminado. La prisa se asemeja a una enfermedad con la que se aprende a convivir, una piedrecilla en el zapato, una nube que obstruye la luz y en algunos casos más graves puede ser un arma mortal.
Se dice que las personas del siglo xxi estan sufriendo los más altos índices de estrés, termino muy popular a fines de siglo y recién enunciado por Selye en los años 50.
Tal vez la prisa no fuese desastrosa si pudiéramos dominarla, como a un caballo impetuoso que necesita riendas para gobernarlo. Tal vez pensando en eso el apóstol Pablo escribiendo a su discípulo Timoteo dice: "no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio".
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