Desdichados aquellos que no tienen hogar.
La calidez del agua sobre una estufa, el círculo acogedor de las paredes, la claridad reluciente del día.
La paz de sus puertas, el aire recóndito de sus ventanas, el olor, sobre todo el olor.
El olor a cilantro recién picado, a ollas que hierven con comida fresca, a pan recién horneado, a baño limpio. Cloro, jabón, desodorante, patio de hierbas, jardín con azaleas, jazmines, rosas.
Desamparados los que no tienen un sitio bajo el cielo, una pieza, un metro cuadrado de privacidad, un lugar donde se duerme sin sobresaltos, escuchas música, piensas, sueñas, convives con alguien, sexo sin vergüenzas.
El hogar es más que una casa, se entiende.
Más que un lugar enrejado, sellado y lleno de defensas con veinte candados, alarma y todo eso.
Después de caminar por Santiago en un extraño día -abrumada por el smog, agredida por malos espectáculos callejeros, invadida por palabras soeces, olores pertinaces a bombas lacrimógenas, violencia, hediondez-, puse la llave en la puerta y entré al hogar. Me recibió un abrazo amplio, la luminosidad de las ventanas, el perfume del té recién preparado y la paz. ¡Ah, la paz!, se desatan guerras por este instante perfecto, íntimo, eterno.
Nunca como hoy había comprendido el valor del espacio que habito. Recordé aquella vieja canción: "no hay sitio bajo el cielo más dulce que el hogar".
(Foto de Santiago, Chile, Alex Valdés para emol.com)