12.6.08

Viajando por Santiago.

Desde que se taimó mi joyita de 4 ruedas me he hecho asidua del Transantiago, sin lugar a dudas un cambio radical en los traslados del punto A al B o al C con esos interminables transbordos de genios que no sé quién los inventó para darle el Nobel a la lesera, pero tomémoslo "por el lado amable" como decía el cómico aquel.

De lo primero que me armé fue de un Nuevo Testamento, papel muy fino, letra más grande y leve de llevar.

Un mp3 con toda clase de música (radio incorporada) y un libro que tenía pendiente, ese sí es un mamotreto de unas 300 y tantas páginas que llevo cuando realizo viajes más largos.

Me reinscribí en la Biblioteca para cuando escaseen los recursos (en especial con el arroz que se fue por las nubes), pido libros gratuitamente. La oferta bibliotecaria es impresionante.

El viaje se ha tornado en un descubrimiento asombroso. No puedo asegurar que son cómodos los asientos y que, frecuentemente, no quede de pie, pero ese es un mal menor frente al momento que dedico a la meditación. Sí, me dedico a pensar en Dios, en sus planes, en el mundo, en mi amiga de milicia, en ti. He descubierto que entre los muchos ajetreos de la vida cotidiana, el horario, las obligaciones laborales y domésticas, no tenía eso tan valioso y esencial, tiempo para mí.

Por otro lado una buena conversa, sin demasiados rodeos, directa, valiosa en opiniones, se puede dar con el compañero (a) de asiento. Y vaya que se cuentan historias. Las personas -frente a esta desconocida- dejan caer unas confidencias que me dejan lela y que no voy a repetir, obvio, secreto profesional, se entiende. Tengo temor de transformarme en confesionario itinerante. "Es que tú les pones el oído", me dice un compañero de trabajo cuando le solicito un consejo de cómo comportarme en esas ocasiones. No es nada fácil escuchar la vida del otro y quedarse indiferente. Bueno, puedo prometerles que oraré por sus problemas y es lo que hago, las personas después de dialogar como que se quedan vacías y tal vez eso es lo que necesitan, hablar y que alguien los escuche, les diga algo amable y luego desaparezca.

El Transantiago es un adefesio para algunos. Para mí, con el correr de los días, se ha ido transformando en una pequeña parcela de agrado. Quizás con un poco de práctica termine hasta defendiéndolo.

Tal vez.

2 comentarios:

AleMamá dijo...

Dejar el auto por el "transporte de superficie" tiene todo lo que has dicho y además permite MIRAR las cosas de todos los días que pasan raudas por el retrovisor generalmente, y nos perdemos los detalles de la escala humana al avanzar a 20 kms por hora.

Saludos, Toyita.

Ludmila Hribar dijo...

Bonita entrada y es verdad. Cuantas cosas nos perdemos pasando raudamente a quienes van mas despacio. Viajar en transporte publico tiene sin dudas sus ventajas. Te sientes màs de carne y hueso, mas de esta tierra, compartiendo los sinsabores cotidianos de mucha gente que quizas solo veas alli....es que vienen de mas lejos, a veces hasta desde donde nadie se atreve a ir. Tiempo para la psicologia cotidiana e ir conformando la vivencia de las realidades que nos toca vivir. Un abrazo.

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