11.10.07

Matar lo que se ama (II)

Los Angeles en verano instala un cielo de acero sobre la cabeza de sus habitantes.
Ni una brisa mece los viejos tilos de las estrechas calles, añosos árboles que protegen del candente sol y del viento que cruza la ciudad a ras de suelo levantando un polvo fino que reseca hasta las pieles más jóvenes.
Tal vez porque no había brisa ese día, tal vez porque el calor se atraviesa en la garganta, tal vez porque la ausencia era una tenaza en el corazón -no sé, pueden ser tantos tal vez- fue que Samuel sacó su arma, la limpió, cargo algunos tiros y enfiló para el centro. Sabía que a esa hora Olga estaría en el Colegio.

No se equivocaba. La profe estaba preparando algunos apuntes para sus clases, colocando notas, pensando cómo hablarles de Dios a esos pequeños inquietos y vivaces que les gustaba más hablar de pololeo que de religión. Se sentía preparada para partir. Había hecho provisiones para un largo viaje, presentía que sería pronto. Recordaba las palabras amenzantes, los golpes, las injurias, hay hombres -pensó- que saben cómo intimidar. El temor no era su bandera y sin embargo sabía que la distancia calma los ánimos, pronto se iría al Norte.

Desde el patio de entrada escuchó la voz del hombre, su marido.

El auxiliar gritaba detrás de él, vio el arma apuntándola, el disparo fue un resplandor en la tarde que se anunciaba en las sombras levemente más largas. Olga supo que el viaje al Norte quedaba pendiente, uno definitivo había venido y era sin regreso.
No se opuso, estaba preparada y una sonrisa fue su último saludo al homicida.


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